Feliz siglo, Agustín

Feliz siglo, Agustín

Agustín Ibáñez Tarrasón cumple 100 años. Y, como todo el mundo sabe, es uno de los robles que ha dado el valle de Olba. Una leyenda viva. Hasta hace poco, bajaba del monte enormes pinos al hombro, con los que pocos se atreverían, sin darle importancia. ¡Feliz siglo, Agustín!.

De dónde nacen su fuerza y resistencia es un misterio, porque Agustín es pequeño, enjuto y de poco comer. Él dice que no hay más secreto que desayunar un vaso de agua templada con limón, comer un solo plato y cenar algo de fruta y queso. Y ahora que vive en la residencia de Nogueruelas refunfuña porque le dan de comer a todas horas.

Se marchó de Olba con 98 años para recuperarse de una caída mientras trabajaba en un bancal. Ya sólo vuelve cuando hay mercadillo, los segundos domingos de cada mes, o cuando vienen su familia y amigos de Barcelona.

Ha estado en activo ¡88 años! A los 10 tuvo que dejar la escuela para ayudar a su madre, Elena, a sacar la tierra adelante, junto a sus 4 hermanos: Juan Ramón, Teresa, Engracia y Joaquín (*). Su padre, Joaquín Ibáñez Villanueva (de los Ibáñez Bajos), se marchó pronto a Barcelona para sostener a la familia trabajando en carreteras y el ferrocarril.

Agustín ha venido a Los Moyas, como otras tantas veces, a charlar. Le he pedido yo que viniera. Quería hacerle muchas preguntas sobre el mundo que él conoció aquí, en Olba, y fuera del valle, cuando tuvo que ir a la guerra. Ha llegado puntual, a las cuatro y media de la tarde en pleno agosto, apoyado en su bastón, con sus inseparables gafas negras y chaqueta. Siempre ha sabido estar…

Mientras le veo subir lentamente la cuesta hasta nuestra casa pienso lo mucho que admiro su forma honesta, generosa, moderada y sencilla de vivir y de compartir lo que tiene. Y que, habiendo ido sólo 4 años a la escuela, tenga una letra bonita y sea un lector empedernido. Esa inquietud intelectual aún late en él. Sobre la mesa ante la que discurre nuestra conversación hay varios libros: “Fariña”, de Nacho Carretero, “Patria”, de Fernando Aramburu, y “Poesía completa 1976-2016” de Marc Granell. Los coge uno a uno, los ojea y me parece que le gustaría poder leerlos todos, pero declina mi invitación a escoger alguno como regalo. Ya no ve muy bien.

Ha sido soldado por obligación, guardián de las acequias, dinamitero, experto agricultor e instructor en el arte de vivir en el campo para todos los que nos hemos ido incorporando al valle, buen conversador y mejor persona.

Nada más llegar a La Casa de Los Moyas me recuerda que uno de los edificios que ahora habitamos nosotros lo construyó su abuelo, Cosme Tarrasón, cuando se casó con Teresa Moya, su abuela. Aquí vivieron varios años hasta que se trasladaron a Los Tarrasones. De aquel tiempo (siglo XIX), su abuela le contaba historias de los carlistas, que venían de Fuentes de Rubielos e iban a Puebla de Arenoso por Los Moyas. “Se asomaban a las ventanas y preguntaban: ¡¿dónde están los hombres?! Y los hombres no estaban, porque ya habían dado el aviso desde el pueblo y los habían escondido”

Agustín nació y vivió en Los Tarrasones, aunque hace ya años que se trasladó al pueblo, a la Era Cañer, a casa de su sobrina Humildad, única hija de su hermano Joaquín.

De sus recuerdos de infancia destaca los años que fue a la escuela, “de 6 años (1924) hasta los 10. ¿Y después…? A la huerta. Con unas azadas estrechas a hacer labor. Desterronábamos y rozábamos la tierra para ponerla suave y poder trabajarla, de sol a sol. Entonces no había horas. Todos los hermanos trabajábamos en la huerta porque había que comer. Pero mis hermanas, en cuanto cumplieron 18 años, se fueron a servir a Barcelona. Y mi hermano mayor también, al ferrocarril con mi padre. Mi madre, Joaquín y yo nos quedamos en Olba. Éramos pocos, así que mi madre se inventó un forcal para arar con una sola caballería”.

Agustín en Los Moyas

Recuerda que en el monte “plantábamos trigo y viña, como hacían muchos. Cuando recogíamos las uvas, en septiembre, las llevábamos al cubo de vino de un vecino y allí las pisábamos, y, cuando el vino estaba, a la tinaja y guardado en el pajar. En la huerta plantábamos de todo: patatas, judías, cebollas, tomates, panizo… Entonces esto era un vergel. Todas las huertas produciendo y las acequias en marcha. Ahora… ¡Ahhh!, está casi todo perdido”.

A su madre, Elena Tarrasón, la recuerda como una mujer especial. Conocía las propiedades de las hierbas que se criaban en el valle, y las sabía utilizar. Pero también “hacía figuras de santos y cristos con yeso. En la iglesia creo que hay alguna figura de ella todavía”. Se refiere a la que preside la puerta principal del recinto.

La primera vez que Agustín salió de Olba fue en 1936, con 18 años: “Me fui a trabajar a Camarena de la Sierra, a hacer una pista que iba a Libros y empalmaba a la carretera de Cuenca, para ir a Madrid, porque si no había que ir a Valencia y dar mucha vuelta. Después el ejército republicano llamó a filas a mi quinta, la del 39. Del pueblo nos fuimos 12 hombres a la guerra, que nos incorporamos en Alcañiz. Recuerdo que la instrucción la hicimos en la carretera de Castelserás. De allí a La Mancha, aunque del nombre del pueblo no me acuerdo, pero sí de que había mucho vino. Terminamos la instrucción en Villanueva de Córdoba y salimos para el frente, en Sierra Trapera (Valsequillo, Córdoba). Y a continuación a otros pueblos de Andalucía. Allí nos incorporamos los de las quintas del 39, 40 y 41.

Vivíamos bajo el fuego, cañonazos de las baterías a todas horas, y una bala que rebotó en una piedra se me incrustó en la cabeza, arriba de la oreja izquierda. La primera herida. Me curé y volví al frente en Hinojosa del Duque (Córdoba). Salí con otros del hospital y, ¿sabes cómo encontramos el puesto de mando de nuestra unidad? Siguiendo el hilo del teléfono.

Después me llevaron al frente de Extremadura y de ahí a la sierra de El Toro, porque Franco quería tomar Valencia. Allí me fastidiaron el ojo derecho los nacionales, que me cogieron prisionero y me llevaron a curar. Me acuerdo que era de noche cuando la ambulancia paró en La Puebla de Valverde. El pueblo estaba evacuado y sólo quedaban unas monjas viejas que me hicieron meter en la cama desnudo porque iba lleno de piojos. Al día siguiente reemprendimos viaje al hospital militar de Calatayud. Allí vinieron a verme mi padre y mi hermano”.

 Aún convaleciente lo trasladaron a Bilbao junto a otros prisioneros “a terminar de curarme. Salíamos cada día del campo de concentración al hospital, y al volver habían llegado cientos de prisioneros nuevos. Cuando curamos, tuvimos que jurar bandera e ingresar en el ejército nacional. No servíamos para ir al frente, porque estábamos lisiados, pero sí para hacer guardias. En San Juan de Mozarrifar (Zaragoza), en una antigua papelera, montaron un campo de concentración, y allí estuvimos de guardia hasta que acabó la guerra. Después nos relevaron los soldados útiles y nosotros entramos de asistentes de los oficiales que llegaban del frente, en el cuartel general de la Academia de Zaragoza. Me tocó un alférez de complemento de la compañía de carros de combate número 2, que se portó bien conmigo”.

Agustín regresó a Olba cuando lo licenciaron, en 1940, con 22 años: “Volví a trabajar la tierra a Los Tarrasones, con mis padres y mis hermanos varones, y a reencontrarme con mis amigos de juventud: Juan de Los Moyas, Montolio, Florencio… Me dolió mucho que muriera Florencio… Siempre nos llevamos muy bien y hacíamos chapuzas juntos. Aún pueden verse en el pueblo algunas de las casas que rebozamos de blanco”.

Poco después volvió a salir del pueblo para marchar a San Esteban de Litera (Huesca), donde su hermana Engracia se instaló al casarse, y de donde quizá no hubiese regresado si no hubiese hecho falta aquí. “Me fui con Engracia, Teresa murió. Estuve 3 años labrando todos los días, segando, engavillando. Traía garbas a la era con hasta 6 caballerías al mismo tiempo. Si hacía buen tiempo, todos los días parva”.

De nuevo en Olba, trabajó como dinamitero en el canal de Los Cantos: “En la central de Los Villanuevas cargábamos las mechas, los detonadores y la dinamita. Tuvimos suerte de que nunca aparecieron los maquis. Andaban por los montes, pero no los vimos nunca. Por eso, cada fin de semana se bajaba la caja de dinamita de la boca del túnel al destacamento de la Guardia Civil de Los Cantos, y el lunes se volvía a subir. Nadie quería hacer ese trabajo por miedo a los maquis, pero nunca pasó nada”.

Durante años fue encargado de las acequias del valle: “La altera y la medianera se perdieron por falta de personal para mantenerlas, porque ya se había ido mucha gente del pueblo. Pero hace años, cada día salía para el mercado central de Valencia un camión lleno de cerezas, peras y manzanas. ¡Mucha fruta! Había tres sociedades de fruteros, y entraba dinero al pueblo, no era mucho, pero la gente se remediaba. Cuando empezaba la campaña de la cereza, con las collas de Burrias, Ángel Herrero y Badenas había trabajo. Yo iba en la del Tío Vicente de Castellnovo, al que apreciaba mucho. Me acuerdo de que en un cerezo que había en Los Moyas, en medio día cogíamos ¡22 cajas de barquillo!  Se perdió la acequia y se perdió el cerezo. Y cuando se acababa la fruta, bajaba alguna vez a Valencia a vender caracoles blancos, baquetas”.

A la Hermandad de Labradores de Olba dedicó 12 años: “Me encargaba de pagar a los que se habían retirado. El día 1 cogía el dinero e iba, casa por casa, pagando. Llegaba hasta La Civera, 7 kilómetros andando, donde vivían el Tío Ángel y la Tía Eulalia. Era poco, pero la gente estaba contenta porque tenía dinero para ir a la tienda. Lo dejé porque había unos cuantos que no querían cotizar”.

Lo que de verdad ha hecho toda su vida ha sido trabajar, así que dejó poco espacio para solazarse. Sus pasiones han sido la lectura y tocar el laúd con sus amigos de la rondalla de Olba, sobre todo en verano, pero nada de fiestas, toros o bureos.

Ya le noto algo cansado, así que después de casi tres horas de conversación, nos despedimos al pie de la Rocha Pastor. No quiere que le acompañe a casa.

 Agustín ha cumplido 100 años, y todo el valle lo celebra.

 

(*) La familia de Agustín:

Juan Ramón alcanzó los 101 años. Enviudó con 85 y su sobrina Humildad se lo llevó a vivir con su familia a Hospitalet. El Ayuntamiento de esta localidad le hizo un homenaje cuando cumplió un siglo.

Joaquín murió joven, con 37 años. Se casó con Esperanza Peiró, de El Rodeche, y tuvieron a Humildad. Era zapatero y trabajaba en el Barrio Bajero de Olba. La familia, ya sin el padre, se instaló en Barcelona. Humildad es madre de Maribel (fallecida), Javi y Lydia.

Engracia se trasladó a la provincia de Huesca cuando se casó, y tuvo dos hijas, Pilar y Josefina. Ambas viven en Binefar.

Teresa falleció joven, y dejó dos hijos, Nati y Roberto, que también viven en Binefar.

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